MARTHA ARGERICH 

Esa pianista nació en Buenos Aires en junio de 1941 y en 1945 dio su primer recital en el Teatro Astral. Poco después empezó a estudiar con el temible Vicente Scaramuzza. "El me decía que hay espadas de acero, que se doblan y luego vuelven a su lugar, y espadas de hierro, que si se doblan se rompen. Y él prefería que los alumnos de ese segundo tipo se quebraran lo más rápido posible", evoca Argerich.

En 1955 la escuchó Friedrich Gulda y ella convenció a sus padres de que la llevaran a Viena como su discípula. La historia es conocida: "Haceme quedar bien, piba", recuerda ella que la despidió el entonces presidente Juan Domingo Perón luego de haber facilitado su viaje por medio del nombramiento de sus padres en cargos diplomáticos dentro de la embajada Argentina en Austria.

En 1957 no sólo ganó el Premio Busoni de Bolzano, sino también el del Concurso de Ginebra. En 1965 fue el turno del Premio Chopin de Varsovia. Martha Argerich tenía 24 años y ya era una pianista consumada. Era, además, tan atractiva como una actriz de la nouvelle vague: usaba unas espectaculares minifaldas y fumaba un cigarrillo detrás de otro. "Parece una ondina", escribió el crítico del diario francés Le Figaro en 1970, cuando ella se presentó en París con Claudio Abbado y la Orquesta de la Radio y Televisión francesa para el Tercer concierto de Prokofiev. 'Con esa cabellera lisa y deslumbrante, da la impresión de que saliera del agua en ese momento."

Su extraordinario atractivo, desde luego, formó y forma todavía parte del hechizo. Sería una tontería negarlo. Pero una fuerte presencia física se combina con una timidez casi enfermiza, con una radical negativa a cualquier forma de estrellato. Su rechazo a las entrevistas no podría ser más sincero: simplemente es un rechazo a cualquier cosa que tenga la forma de una declaración. Ella no ocultó su irritación toda vez que en Buenos Aires, como no podía dejar de ser, se la presentó como "la mayor pianista del mundo". A Argerich seguramente esas expresiones le suenan mal, no tanto por una supuesta modestia, sino por una cuestión de sentido común. Además, porque en este caso ese tipo de categorizaciones resulta doblemente inadecuado: la carrera pianística de Argerich no podría medirse en términos de una gran performance, de un campeonato. Ella ni siquiera es una pianista que asuma su condición de solista sin conflictos y, de hecho, sus presentaciones solistas son cada vez más esporádicas. Vive desde hace muchos años en Bruselas, Bélgica, con una de sus tres hijas, Stephanie. Las tres son fruto de tres ex matrimonios musicales: Stephame es hija del pianista Stephen Bishop; Annie -que estudia literatura en Nueva York-, del director de orquesta Charles Dutoit; y Lidia Marina -Violinista, la única música-, del director chino Chen.

Su repertorio está centrado sobre todo en el siglo XIX (Chopin, Beethoven, Liszt, Tchaikovsld, Brahms), con algunas incursiones en la primera mitad del siglo XX, principalmente Ravel, Prokoflev, Bartok y, más acá, Olivier Messiaen, y algunas otras, muy fugaces, por el siglo XVIII. Susversiones dela Toccataen Do menor, la Parútayla segunda Su¡te Inglesa de Bach figuran entre lo mejor que se haya grabado del músico barroco en piano moderno. Su sentido motor del ritmo recuerda un poco a otro notable intérprete, Glenn Gotdd, y es extraordinario comprobar cómo ella puede frasear individualizando y destacando con peso propio cada una de las notas sin por eso desunirlas.

En 1994 grabó el Concierto en Re mayor de Haydyn con la Orquesta de cámara de Heilbronn: el movimiento lento, que ella toca con la fantástica y audaz cadenza escrita por Wanda Landowska, es uno de los mayores milagros de la historia discográfica. Cuando toca Brahms o Chopin suele hacer cosas extraordinarias en el interior de la frase, por la calidad particular de su lengua, de su entonación y sus acentos (que a veces aparecen en forma desplazada, como si viniesen a descubrir una segunda melodía dentro de la melodía original).

En una oportunidad confesó el terror que le produce tocar la música de Mozart: "Su ambigüedad es enorme, terrorífica". la confesión de Argerich puede interpretarse como una profunda declaración sobre el contenido espiritual de esa música. Revela una verdad sobre Mozart y, desde luego, revela una verdad sobre ella missma. De alguna manera, define una perspectiva interpretativa singular. Es como si ella se situase un poco por debajo de las cosas, pero no por una actitud reverenciar, sino por una cierta fragilidad emotiva; como si dijese: 'Yo sólo cuento con mi instinto". En una oportunidad se le preguntó cómo prepara una obra nueva :"No tengo método, me tengo que zambullir. No soy fantástica en solfeo ni en ese tipo de cosas. El impulso no es muy racional", contestó.

Esto tiene un efecto sensible en la interpretación: su renuncia al estilismo - estilismo significa dominio y perfecta adecuación- la mantiene a gran distancia de cualquier afectación expresiva. No es difícil imaginar la fascinación que una figura como Friedrich Gulda -con su modernidad, su ascetismo, sus nuevos tiempos, su postulado de que la expresión no debe declamarse- debió ejercer sobre la joven Argerich. "Nosotros éramos del bando de Gulda y éramos capaces de peleamos por la causa. La expresión en Gulda era algo que pasaba más inadvertido. Gulda hacía todo sin apoyarse en cada cosa, y a mí me gusta esa forma understatemmt, sobreentendida. Del otro lado estaba Claudio Arrau, que le gustaba a las señoras más maduras ... y tenía esa expresión tan profunda. Me llevó algunos años apreciar la verdadera grandeza de Arrau.

"Ataco y trituro la partitura, en todos los sentidos del término", declaró la pianista en una oportunidad. No se trata tanto de un perfecto acto de dominio, sino de una formidable colisión. Al citarla entre sus intérpretes favoritos, Vladimir Ashkenazy la definió una vez como "una pianista vegetal". En efecto, en ese reino está su genio, pero más precisamente en la especie de las carnívoras. Argerich tiene una fuerza y una potencia salvajes, aunque ello va unido a la técnica más depurada y diferenciada que se pueda imaginar. Su 'facilidad' pianística es tal vez similar a la de Vladimir Horowitz; sólo que, a diferencia de Horowitz, no hay en ella un sólo tiempo hueco, pirotécnico o inexpresivo. El piano de Argerich tiene una intensidad física y emocional única y arrolladora.

Martha Argerich actúa muy rara vez en la Argentina, pero lo hace invariablemente con la fuerza de un volcán. En 1986 había tocado en una sola noche lo que los pianistas normalmente hacen en tres: el Concierto N' 1 de Liszt, el N' 2 de Beethoven y el N3 de Prokofiev. Su última visita, en setiembre de este año, conmocionó la escena musical. No sólo por sus formidables conciertos con el pianista Nelson Freire, con el chelista Mischa Maiksy, con la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires, un cuarto con la Sinfónica Nacional en el Luna Park, sino también por la inauguración del Concurso Internacional de Piano que lleva su nombre.